miércoles, 8 de octubre de 2008

Una ruta pestilente

Crónica con un sentido

Termina mi jornada de estudio en la Universidad de Antioquia. Son las 6 de la tarde y camino a casa, desde el bloque 12 hasta la puerta de mi hogar empiezo a percibir los aromas de un día que se extingue.

El regreso inicia en el pasillo del bloque 12, justo en la intersección donde están las mesas de estudio, el teléfono y los baños. Allí, puedo oler el humo del cigarrillo encendido que moleta la garganta y los ojos del no fumador, el suave aroma del café negro que lo acompaña y el desagradable amoniaco directo de los baños que asquea.

Tras pasar el bloque 11 con dirección a la portería del metro, una bocanada de aire puedo respirar por la colaboración de los árboles ubicados en este sector que, además, me servirá para recorrer el trayecto por la polvorienta plazuela central. En esta aún se puede oler el cemento fresco de las placas cuadradas que la empiezan a cubrir y la fusión entre el agua y la arena me recuerdan ese denso olor que se siente cuando la lluvia cae.

Después de atravesarla, tal vez mi nariz se tapó por las partículas de polvo que he recogido durante el día y este último trayecto, porque el bloque 16 no me huele a nada.

Sin embargo, llego a la zona de comidas ubicada entre los bloques 20 y 21, y mi nariz reacciona ante un espectáculo de olores que trae a mi memoria aquella ponchera vieja que usé en la escuela, en la que cada alimento que consumí dejó impregnado su sello. Por este lugar huele a papitas fritas, jugo de guayaba, banano, naranja y todo combinado se conjura en una ácida fermentación.

Salgo directo al parqueadero de motos, que está al frente de la cancha de tenis y de fútbol y llega hasta el bloque 19. El olor de estos últimos pasos dentro de la Universidad es sólo un presagio de lo que me espera.

Algunos que como yo salen y aquellos que apenas llegan encienden y apagan motores que inundan el aire con el nocivo gas, el gran dueño y señor de estas urbes civilizadas, el CO2.

Queda atrás la Universidad, pero me persigue el humo de las motos y recojo un poco más de los buses y carros que a esa hora pasan por la Avenida Ferrocarril.

Subo las escalas, atravieso el torniquete y espero en plataforma el metro que me llevará al centro. Cuando por fin llega, se abren las puertas del vagón y me recibe un aire caluroso por las respiraciones agitadas de la gente que transporta, y al mismo tiempo alcanzo a oler el aroma dulzón de esos perfumes populares entre las mujeres que huelen a flores, frutas tropicales y que deja a su paso una estela fragancia.

Estación tras estación, el vagón se va llenando de personas hasta incluso poder sentir el hedor de la transpiración que deja en evidencia el cansancio al término de una jornada.

Me bajo en la estación San Antonio, desciendo al ambiente caótico del centro, cruzo bolívar y palacé y me dispongo a esperar la ruta 111 de El Salvador.
Me abruma la intensidad de olores que percibo bajo las vías del metro, una revoltura de los ya antes captados durante el camino: amoniaco, frutas descompuestas, humo y cañerías.

Tomo el bus y tan sólo después de subir el primer peldaño descubro el fuerte olor del Baygón que esparcieron por todo el vehículo para acabar con las cucarachas.

Cansada física, pero, ahora también olfativamente, caigo en cuenta de que el viaje a casa es apestoso.

Tras pasar por la bahía del parque de San Antonio, los pasajeros abordan el bus hasta dejarlo repleto; cada uno trae consigo un poco de la pestilencia del centro de Medellín, y por las ventanas se suma el olor a chorizo, carne y otros manjares callejeros que ofrecen en los puestos de fritangas, estratégicamente ubicados para saciar el apetito de los hambrientos.

Pero mi infortunio llega al máximo, cuando al lado derecho se me sienta una mujer que lleva con ansias y culpa una torta maría luisa en las manos. Pasan pocos minutos antes de que ella tome trozos de la torta y se la lleve frenéticamente a su boca hasta acabarla dejando a mi alcanza el olor del arequipe, la mantequilla y el azúcar que se acabó de tragar. Y a mi lado izquierdo, otra mujer hacía peripecias para sostener en una mano un cono derretido de vainilla con pasas y con la otra su peso para no caerse.

En todo caso, ¿cómo describir el olor que percibo tras juntarse el insecticida con la vainilla y el arequipe? ¡No es precisamente una combinación ganadora!

Llegó por fin a mi parada. Al descender respiro profundo para tomar una buena cantidad de aire fresco, que al pasar por mi nariz es demasiado fresco para mi gusto, porque huele a árboles, hierba y tierra húmeda, y a un toque de boñiga. Nada fuera de lo común al vivir al lado del cerro La Asomadera.

A paso lento llego a mi casa, abro la puerta para recibir el alegre saludo de un animalote desesperado que salta hasta alcanzarme la cara. Por fin mi nariz encuentra refugio en los olores familiares de mi Conga (mi perra), la comida de casa, la fragancia de mis padres y de mi hermano y esos otros tantos olores que sólo un extraño podría detectar.

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